Luces de Progreso

[Addendum #1 / 2&3Dorm#0 – “Apuntes sobre la condición espacio-temporal del capitalismo”]

Luces de progreso
Robert Kurz

Sabido es que la historia de la modernización abunda en metáforas de la luz. El sol radiante de la razón ha de penetrar las tinieblas de la superstición y hacer visible el desorden del mundo, para organizar por fin la sociedad conforme a unos criterios racionales. Pero esa supuesta razón es en verdad el irracionalismo social de la “economía separada”. En este contexto, la “luz de la ilustración” no es en modo alguno un mero símbolo alojado en el reino del pensamiento, sino que posee un sólido significado socio-económico.

En cierto modo, la modernización ha convertido efectivamente “la noche en día”. En Inglaterra, país pionero de la industrialización, el alumbrado de gas se introdujo ya a principios del siglo XIX y pronto se difundió por toda Europa. Hacia finales del siglo XIX la luz eléctrica sustituyó a las lámparas de gas. Naturalmente se podría decir que eso no suponía un ensanchamiento de las posibilidades humanas, con tal que el alumbrado artificial se utilizara para fines libremente elegidos, empleándose o no según las necesidades y por libre acuerdo. Pero justamente eso es lo que no interesa a la totalización capitalista de la luz. La eliminación de la noche ha llegado a hacerse ubicua y permanente, a pesar de que la medicina ha demostrado desde hace mucho que provoca daño físicos y psíquicos. ¿Por qué esa inmensa iluminación planetaria, que hoy en día ha llegado hasta los últimos rincones del mundo?

El desenfrenado ímpetu del modo de producción capitalista no puede tolerar en principio ningún tiempo que permanezca “a oscuras”; pues las horas de oscuridad son también las horas del descanso, de la pasividad y la contemplación. El capitalismo requiere, por el contrario, la expansión de sus actividades hasta los últimos límites físicos y biológicos. En términos de tiempo, esos límites están determinados por la rotación de la Tierra sobre su propio eje, o sea por las veinticuatro horas del día astronómico, que tiene un lado luminoso (vuelto hacia el sol) y otro oscuro. El capitalismo propende a convertir en totalidad el lado activo y solar, ocupando el día astronómico entero. El lado nocturno es un estorbo para esa tendencia. La producción la circulación y la distribución de las mercancías deben funcionar a todas las horas sin interrupción.

Ese proceso es análogo a la transformación de las medidas del espacio. El sistema métrico fue introducido en 1975 por el régimen de la Revolución francesa y se difundió con la misma rapidez que el alumbrado de gas. Las medidas espaciales que tomaban por referencia el cuerpo humano (pies, codos, etc.) se reemplazaron por la medida abstracta del metro, que se supone equivalente a la cuarentamillonésima parte del meridiano terrestre. Esa unificación abstracta de las medidas del espacio correspondía a la cosmovisión mecanicista de la física newtoniana, que a su vez inspiró las teorías mecanicistas de la moderna economía de mercado, analizada y preconizada por Adam Smith. La imagen del universo y de la naturaleza como una sola y gigantesca máquina armonizaba con la máquina económica universal del Capital, y las medidas abstractas del espacio y del tiempo se convirtieron en la forma común de la máquina universal física y económica, tanto del universo como de la producción “separada” de mercancías.

Sólo gracias al tiempo continuo de la astronomía se hizo posible prolongar el día del trabajo abstracto hasta altas horas de la noche, devorando las horas de descanso. Sólo así se logró separar el tiempo abstracto de las cosas y circunstancias concretas. El marxismo, con su apego a la Razón ilustrada, prestó escaso interés a esas cuestiones; de modo que quedó para los ideólogos conservadores la tarea de tratar a su manera el tiempo abstracto de la modernidad, siempre en un contexto que era cualquier cosa menos emancipador: así, por ejemplo, Ernst Jünger en su Libro del reloj de arena. Pero justamente el interés de la emancipación social requiere tematizar el problema del tiempo abstracto, separado de las circunstancias efectivas de la vida, y compararlo con otras formas de tiempo que apenas conocemos ya, para fornmarnos una idea de la impertinencia descarada que es el tiempo capitalista.

La mayor parte de los instrumentos antiguos de medición del tiempo, como las clepsidras y los relojes de arena, no indicaban “qué hora es”, sino que se ajustaban a quehaceres concretos, señalándoles el “tiempo justo”, de manera tal vez comparable a aquellos relojitos de cocer huevos de hoy en día, que indican mediante una señal acústica cuándo el huevo está pasado y cuándo está duro. Aquí la cantidad de tiempo no es abstracta sino que está orientada por una cualidad determinada. El tiempo astronómico del trabajo abstracto, en cambio, es independiente de toda cualidad, permitiendo, por ejemplo, que el inicio de la jornada laboral se fije “a las seis de la mañana”, con entera independencia de las estaciones del año y los ritmos del cuerpo.

De ahí que la época del capitalismo sea también el tiempo de los “despertadores”, o sea aquellos relojes que con una señal estridente arrancan del sueño a los seres humanos para empujarlos hacia los “lugares de trabajo” iluminados por las luces artificiales. Una vez que el inicio de la jornada laborar se había adelantado a las horas de madrugada, también resultó posible postergar, a la inversa, el término de la misma hasta que fuera de noche cerrada. Esa transformación tiene también un lado estético. Así como la racionalidad abstracta de la economía empresarial en cierto modo “desmaterializa” el entorno, en tanto que fuerza a la materia y sus vínculos a someterse a los criterios de rentabilidad, así también lo desdimensiona y desproporciona. Si los edificios antiguos a veces  nos parecen más bellos y más acogedores que los modernos, y si luego observamos que aquéllos, en comparación con los edificios “funcionalistas” de hoy, parecen mostrar además ciertas irregularidades, eso se debe a que sus medidas son las del cuerpo humano y que sus formas a menudo se ajustan al paisaje circundante. La arquitectura moderna emplea, por el contrario, las medidas astronómicas del espacio y unas formas “descontextualizadas”, desgajadas del entorno. Lo mismo vale para el tiempo. También la arquitectura moderna del tiempo es una arquitectura desproporcionada y descontextualizada. No sólo el espacio se ha vuelto feo, sino también el tiempo.

En el siglo XVIII y a principios del XIX, la intromisión del tiempo astronómico abstracto en los quehaceres vitales aún se experimentaba como tortura. Durante largo tiempo, la gente se resistió desesperadamente al trabajo nocturno que la industrialización llevaba consigo. Se juzgaba una verdadera inmoralidad trabajar antes del amanecer o después de la puesta de sol. Cuando los artesanos medievales alguna vez tuvieron que trabajar de noche para cumplir a tiempo con algún encargo, había que agasajarlos con opíparas viandas y abonarles un sueldo principesco. El trabajo nocturno era una rara excepción. Una de las grandes conquistas del capitalismo es haber convertido la tortura del tiempo en medida normal de la actividad humana.

En ese punto, nada ha cambiado desde los inicios del capitalismo. Todo lo contrario, el llamado trabajo por turnos ha venido generalizándose cada vez más a lo largo del siglo XX. Con unas jornadas de dos o incluso tres turnos, se procura que las máquinas, hasta donde sea posible, funcionen sin parar, sin más interrupción que unas breves pausas para el ajuste, el mantenimiento y la limpieza. Asimismo los horarios de tiendas y grandes almacenes se aproximan al límite de las veinticuatro horas. En los Estados Unidos y muchos otros países no hay horario comercial establecido por ley, y en los letreros de muchos comercios se lee: “Abierto las veinticuatro horas”. Desde que la tecnología microelectrónica de las comunicaciones ha globalizado la circulación dineraria, la jornada financiera de cada hemisferio enlaza sin solución de continuidad con la del otro. “Los mercados financieros no duermen nunca”, reza la publicidad de un banco japonés.

Las luces de la Razón ilustrada son la iluminación de los turnos de noche. A medida que se totaliza la competición en los mercados anónimos, el imperativo social y externo se transforma en compulsión interior del individuo. El sueño y la noche se convierten en enemigos, pues quien duerme pierde oportunidades y se halla indefenso ante los ataques de los demás. El sueño de los hombres de la economía de mercado es breve y ligero como el de las fieras, y tanto más cuando más aspiran al “éxito”. Incluso hay seminarios para ejecutivos en los que se enseña técnicas de minimización del sueño. Las escuelas de self-managment afirman con toda seriedad que “el businessman ideal no duerme nunca”, ¡igual que los mercados financieros!

 
La expropiación del tiempo

En la antigüedad y la Edad Media, la cantidad de tiempo destinada a la producción era, pese a su nivel técnico inferior, mucho más reducida que bajo el capitalismo. De las reglas monásticas de la primera Edad Media, que, como precursoras que fueron de la moderna disciplina de trabajo, contenían ya elementos de un tiempo abstracto, se desprende el sorprendente hecho de que para la mortificación por el trabajo raras veces se preveían más de seis o siete horas diarias: ¡así que en aquel entonces se juzgaba un acto piadoso de penitencia y mortificación lo que hoy en día los sindicatos de unos pocos ramos y países truinfadores del mercado mundial están celebrando como la mayor conquista de la “reducción de la jornada laboral”!

Los modernos “estudios sobre el ocio” registran con asombro que «entre los pueblos agrarios primitivos y en la Antigüedad, los días de descanso sumaban a menudo la mitad del año… Incluso los esclavos y artesanos que realizaban trabajos asalariados no estaban sometidos al trabajo con la intensidad como cabría suponer desde el punto de vista moderno… A mediados del siglo IV, en la República romana se contaban nada menos que 175 días de descanso».(2) Sólo en la gloriosa modernidad los tiempos festivos han venido reduciéndose cada vez más para ensanchar el espacio-tiempo del trabajo.

Ese afán absurdo pretende romper a la fuerza hasta los límites del día astronómico. Así, en el Japón se está experimentando con toda seriedad, por lo que parece, con una jornada de veintiocho horas: «El día sigue teniendo sólo veinticuatro horas, que no alcanzan para todo lo que hay que hacer. Pero ¿por qué veinticuatro horas? La respuesta habitual es: porque la rotación de la Tierra tarda veinticuatro horas, lo cual determina el ritmo del día y de la noche. Pero ¿qué importancia tiene eso realmente para nuestra vida hoy en día?… Así por lo menos razona Sports Train, la empresa japonesa que acaba de lanzar al mercado “Montu”, el primer reloj para el día de veintiocho horas… Los empresarios sacarán buena tajada de eso, pues con días de veintiocho horas economizarán un día entero por semana; y en efecto, “Montu” prevé la semana de seis días»(3).

El tiempo libre no es tiempo liberado sino un espacio funcional secundario del capital. no se trata de un ocio libre sino de un tiempo funcionalizado al servicio del consumo permanente —y sumamente fatigoso— de mercancías. De manera que la industria de la cultura y del ocio va formando nuevas esferas de trabajo; por otra parte, el propio tiempo libre acaba siendo asimilado al tiempo de trabajo. El hombre capitalista de hoy es trabajador no sólo cuando está ganando dinero sino también cuando lo gasta.

Asimismo la contradicción de este modo absurdo de producción y de vida —que en el pasado se manifestaba también como una contradicción subjetiva, como protesta contra las impertinencias— se ha objetivado casi enteramente y sólo se muestra ya como realidad del desempleo. Y éste, en efecto, está creciendo a escala mundial de manera dramática. Así la contradicción insoportable sólo se vuelve visible ya en sentido negativo. El desempleo bajo el capitalismo ni siquiera es tiempo libre sino únicamente tiempo de pobreza. No se invalida el principio del trabajo sino la existencia de quienes no lo tienen. El trabajo de los parados consiste en el penoso deber de buscar otro trabajo, azuzados y humillados por la administración burocrática del trabajo y de la pobreza.

Desde que la utopía del tiempo libre ha fracasado no menos vergonzosamente que la utopía del trabajo, la protesta salvadora sólo podría ya consistir en el rechazo del entero sistema de referencias, liberándose de la prisión de las categorías capitalistas. Un retorno a la sociedad agraria premoderna no es posible ni deseable. El análisis histórico sólo puede tener el sentido de sacar a la luz el grotesco contrasentido del hecho de que que todo el inmenso desarrollo de las fuerzas productivas de la modernidad no haya servido para otra cosa que la erradicación casi total del ocio libre. Sólo se puede ya atacar el capitalismo atacando el trabajo mismo.

Para ello conviene consultar una vez más a Marx; pero a aquel Marx “oscuro” al que los marxistas del trabajo siempre han pasado por alto: «El “trabajo” es por esencia la actividad carente de libertad, inhumana y asocial, cuya condición y cuyo resultado es la propiedad privada. La superación de la propiedad privada, por tanto, sólo será realidad cuando se la conciba como superación del “trabajo”».

Notas

1. Júnger, E., El libro del reloj de arena, trad. cast. de P. Giralt, Argos Vergara, Barcelona, 1985.
2. Opaschowski, H.W., Einführung in die Freizeitwissenschaft, Opladen, 1997, pp. 25s.
3. Coulmas, F. “Montu bis Satsun”, Wirtschaftswoche, Dusseldorf, nº 10, 1999.

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Tomado de: “El absurdo mercado de los hombres sin cualidad”, Anselm Jappe, Robert Kurz, Claus Peter Ortlieb / Pepitas de Calabaza, 2009.