Hacia las diez, la calle se animaba débilmente. Algunas personas se precipitaban de repente hacia tareas imperiosas, necesarias, urgentes, fatales. Iban deprisa, semejantes en su diversidad, uniformes y cuero negro, hombres y mujeres idénticos, jóvenes o sin edad, llevando bajo el brazo portafolios atiborrados: expedientes, decretos, actas, tesis, órdenes, mandatos, proyectos absurdos, proyectos grandiosos, papeleo insensato y quintaesencia de voluntad, de inteligencia y de pasión, primeros esbozos precisos de lo que será, todo es en menuda escritura Underwood o Remington, todo eso para la tarea y el universo, más dos galletas de papa y un rectángulo de pan negro para el hombre cargado de fardos. A esa hora también regresaban friolentos y nerviosos, con caras amarillentas extrañamente arrugadas, pero sintiendo mezclarse a su fatiga un supremo aflujo de energía, los que habían cumplido los quehaceres de la noche.
—Victor Serge